CUERPO QUE HABLA COMO PÁJARO

(A propósito del proyecto Páramo de Felipe Romero Beltrán)



XXIX. Son actos vulgares e inciviles en la conversación en remedar a otras personas, imitar la voz de los animales o cuales quiera otros ruidos, hablar bostezando, hablar en voz baja a una persona delante de otra, y por último, tocar los vestidos o el cuerpo de aquellos a quien se dirige la palabra.

Manual de Urbanidad y Buenas Maneras de Manuel Antonio Carreño, para el uso de las escuelas de ambos sexos.


¿Hasta qué punto se puede transitar de un lado a otro? ¿Hasta qué punto se puede dejar el páramo, salir de su altura, de su vegetación, llegar a las primeras casas, abrir una puerta y quedarse allí? ¿Hay alguna forma de recuerdo del páramo después de haber salido de él? ¿Aparece el páramo en las conversaciones, sin que se lo espere, de las formas más insospechadas, del modo más inoportuno? Después de todo, queda el cuerpo. Si algo sabe del páramo es el cuerpo[1].

El Manual de Urbanidad y Buenas Maneras se ordena en artículos. En cada uno se describe la transición entre dos cuerpos: uno de los dos solo se puede suponer, su demostración es negativa, es el lugar del que se parte; el otro es el cuerpo al que se debe llegar. El Artículo XXIX, aunque sea de manera velada, pormenoriza esta transición entre dos cuerpos. Su contenido viene a fundar la administración del cuerpo y de la voz que debe sustituir a la del primer cuerpo y su otra voz u otras voces. El cuerpo debe dejar de ser incivil, dice. Ser incivil —«son actos inciviles»— implica no pertenecer a la ciudad, actuar y no reproducir a la ciudad en cada acto, actuar y en cada acto interrumpir o dañar a la ciudad. Cuando se habla con otro cuerpo —dice el Artículo— el cuerpo no puede imitarlo —«remedar[lo]»—. No puede replicar sus actitudes, no puede duplicar la emisión de sus signos, porque, en cierto modo, esto pondría en duda la consistencia de estos signos, sobre los que la ciudad se sostiene. Una vez en la ciudad, la imitación queda relegada a un aparte, donde sí estará permitida, pero no cuando un cuerpo habla con otro cuerpo.  Tampoco, el cuerpo que habla con otro puede hablar hacia sí mismo o hacia un tercer cuerpo en voz baja —«hablar en voz baja a una persona delante de otra»—. Hacerlo duplica el número de voces en la conversación, dobla las identidades de los cuerpos que participan en ella, constituye una ciudad doble. La ciudad se degradaría descentrada por una infinidad de voces secretas; la ciudad no puede existir si los cuerpos poseen dos voces. ¿Es la primera voz aquella que miente? ¿Es a la segunda voz la que debo atender? En cierto modo, cuando Descartes busca la proposición de la verdad, aquella que está fuera de toda duda, lo que hace es definir el estatuto de esta segunda voz, de una segunda voz, que ahora emplea un cuerpo para hablarse a sí mismo, para comprobarse a sí mismo —je pense, donc j’existe—. Pero esta segunda voz, así se deduce, no puede ser pública, no puede emplearse cuando se conversa, debe ser una voz perfectamente solitaria y silenciosa. Occidente —la ciudad— es donde no debe producirse la duplicación de la voz.

Tampoco se debe «hablar bostezando», tampoco se debe «tocar los vestidos o el cuerpo de aquellos a quien se dirige la palabra». La voz no solo debe ser única sino que a la vez no debe aparecer unida al cuerpo, atrapada o acompañada por ninguna forma de cuerpo; el cuerpo debe retirarse para que solo la voz tenga lugar —¿es esto posible?, ¿no es la voz en sí misma una forma de cuerpo? ¿se puede hablar sin cuerpo? —.  

Podemos ver al Artículo XXIX del Manual como la escritura indirecta, como la arqueología, de un cuerpo perdido, de un cuerpo que se sustituyó por otro. Podemos ver en ese cuerpo perdido algo así como una mímesis generalizada.

Una de las prescripciones más sorprendentes para la voz de ese cuerpo que debe abandonarse por otro, es la de «no imitar la voz de los animales». El cuerpo que habla es «incivil» si entre los signos que emite aparecen algunos cuya impropiedad no refiere a la presencia inoportuna del cuerpo que la produce, o a su duplicación, sino a su procedencia, a ser propia de un cuerpo diferente, de un cuerpo anómalo: a ser la voz del cuerpo del animal. La ciudad está aquí no solo amenazada por la inconsistencia de los cuerpos o la pluralidad de las voces emitidas, sino por la participación de voces que le son esencialmente ajenas, de voces que de hecho definen a la ciudad cuando son excluidas de ella. No es ya que la voz no sea simple o impura, es que es la voz del animal la que aparece en la boca del cuerpo que debe abandonarse si se quiere pertenecer a la ciudad.

Claude Levi Strauss define al mito como la forma de explicación del mundo por parte de los hombres antes de que éstos se distinguieran de los animales, antes de que éstos se concibieran distintos de los animales. Podríamos añadir: el mito es la forma de relato, la forma de voz de los hombres antes de que estos se distinguieran de los animales. Podríamos incluso deducir que el relato del mito que ha llegado hasta nosotros es ya una forma cercenada del mito original; de él se han eliminado las voces dobles, los gestos y los signos de los monos, y de las aves. ¿Se puede reconstruir esta omisión? ¿Se puede retroceder tras este paso? ¿Queda algún murmullo de esta voz perdida? ¿Se puede recordar a ese cuerpo antes del que tuviera una sola voz? ¿Se puede establecer una genealogía que transcienda ese instante? ¿Queda algo en la memoria de esa pérdida?

La voz del pájaro y el nacimiento de la palabra photographiematienen una relación de intimidad. Hercule Florence (1804-1879)[2]inventa la palabra photographie al mismo tiempo que desarrolla otra técnica de registro. En esta ocasión —ya sabe duplicar fotográficamente documentos— pretende duplicar sobre un papel la voz de un pájaro. Un sistema de puntuaciones y desviaciones del lápiz deben permitir, que lejos del bosque, en la ciudad, un lector de la partitura oiga e identifique la voz de un cuerpo que nunca llegó a verse entre la maleza, que guarda su estatuto sublime tras esta invisibilidad, y que secretamente es la voz de su cuerpo, la voz que también fue su cuerpo. Hercule Florence desarrolla dos pulsiones esenciales del romanticismo: las técnicas de escritura de la luz y la voz sin cuerpo del ave. Si bien el vínculo entre ambas técnicas es apenas visible ya, si bien la relación entre ambas acciones se ha borrado, fotografiar y registrar las voces de un cuerpo desaparecido, guardan una intimidad profunda.

Del Páramo ha llegado un cuerpo, ha alcanzado las primeras casas, ha abierto una puerta, se ha sentado en una habitación, donde ya reside. La multiplicidad de sus voces ha quedado relegada a otro lugar. No debe usarlas cuando conversa con otro de esos cuerpos. Este cuerpo es precisamente el vértice en el que toda pretensión por reconstruir una memoria, una genealogía se interrumpe. ¿Puede la fotografía alcanzar el Páramo? ¿Es la imagen de ese cuerpo el vértice último, el límite más alejado donde la memoria, la línea de una identidad llega? ¿Aún reside, en la superficie enmudecida, la multiplicidad de voces?

Albert Corbí, 2023


[1] En los años 80 del siglo XX, Colombia vive un trasvase migratorio a gran escala desde el campo. Los cuerpos se acumulan a las afueras de Cali, Bogotá o Medellín, que se convierten en grandes concentraciones de población. Todos ellos son poco a poco traducidos. Después de las explotaciones agrarias, que se extendían en los bordes de la selva, sufren las escrituras del narcotráfico y la guerrilla y acaban integrándose en unas formas de habitación y relación ajenas. Deben rescindirse de la vida al otro lado del margen; deben asumir otro orden de memoria y de experiencia. Se publican diferentes compilaciones para el fomento de esta traducción. Estos textos normativos son la huella negativa de un cuerpo que fue, de un cuerpo al que están dedicados. En ocasiones se prefigura cómo era este cuerpo. El hermano menor de una familia, enfermo de poliomielitis y queda al cuidado de sus hermanas, a las afueras de Bogotá. A penas lee. Balbucea la lectura, simula el tono bajo de voz confusa del que lee. Se encarga, cuando sus hermanas van a trabajar al centro, del hijo de una de ellas.

[2] Hercule Florence (1804-1879), fotógrafo de origen francés, que desarrolla su vida en Brasil. En este sentido es una muestra del vínculo imposible que establece occidente con su otro durante el proyecto colonial. Participa en la Expedición Langsdorff (1825-29) en Amazonas. Se le atribuye una técnica de reproducción fotográfica de documentos legales, para los que emplea por primera vez el término photographie, de especial relevancia para atestiguar cédulas de propiedad e identidad en el territorio recién colonizado. Además, desarrolla un sistema de registro de la voz de las aves, que permite clasificarlas sin haber podido delimitar su cuerpo.