A distancia da imaxe

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352 páginas, 21 × 297 mm,
531 imágenes en blanco y negro.
Ed. Los doscientos

Con un texto de Albert Corbí con motivo de la exposición.

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La fotografía y la letra

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A propósito de exposición La distancia y la imagen
de Marius Ionut y Felipe Romero Beltrán


albert corbí, 2020


El fantasmas de la frase, de la línea del relato [del sendero], ese objeto dejado sobre la página, [entre el bosque,] anómalo e íntimo a los cuerpos transitados por signos que se encuentran aún y de nuevo con él. Los juegos con este fantasma incurren en diferentes tentaciones: su multiplicación, su liberación, su degradación, su soledad autónoma. En este caso se habla de su reducción mínima. Se intenta hablar de qué hay tras esta reducción mínima. El encuentro con su último cálculo (pequeña piedra), anterior, unidad que lo hace tambalearse y alimenta el sueño de un lugar inmóvil e inaudible. Tal vez la voz no se vio amenazada hasta la concepción de una pieza de adobe.

Abraham Abulafia (Zaragoza, 1240- Malta, Sicilia o Barcelona, c. 1291) anota en Sefer or haSejel (Libro de la luz del intelecto, post. 1280) : “Como es bien sabido las letras no tienen sonido por sí mismas”. Las traducciones, para evitar la extrañeza de una afirmación tan concluyente y confusa, suelen incluir la palabra “consonantes”: las letras consonantes no tienen sonido por sí mismas. Pero no así el texto original: Las letras, aquellas que lo son, carecen de sonido. Sigue: “Di-s [parafraseamos la tradición de intranscribilidad de este nombre] dio a la boca el poder de expresar las letras, pronunciándolas tal como se encuentran en un libro. Con este fin proveyó de puntos vocales a las letras para indicar el sonido con el que deben ser expresadas al ser traducidas del libro a la boca. Las vocales son lo que permite que las letras suenen y puedan, a su vez, ser escritas como letras en el libro” . Las vocales, ese resto en el alfabeto hebreo, apenas pobres modificaciones dispuestas en su exterioridad, acentos, puntos, muescas, esquirlas, sombras, arañaduras, leves ruinas alrededor de la letra, permiten que la boca las pueda decir, permiten incluso su escritura. Los márgenes, las afueras de la letra, las vocales, las no-letras, son el lugar donde se dibuja la letra en movimiento, son el movimiento de la letra; aunque parece que el movimiento de la letra verdadera es indescriptible: la letra inmóvil se intuye avocálica.

La distinción que Abulafia hace de letra y vocal atiende a la caída ontológica entre letra absoluta (anterior a la aparición) y las letra visibles y audibles . O entre letra en su plenitud y letra material. Abulafia postula una letra carente de imagen (sin curso, sin bordes) y en total impronunciación (como depresión del borde de silencio). Aún así, no tiene por qué querer decir que esta letra carezcan de voz, ni de audición (si atendemos que la inaudición puede entenderse como una categoría positiva); tal vez sí de sonido. 

El fenómeno no es extraño. En una escritura consonántica (el hebreo),  las vocales se configuran como valores coyunturales del habla, y la palabra es un trabazón de consonantes (su estructura) un silencio constante e indiferente a las desviaciones de pronunciación. El texto es una topología de lo inaudible que si no es acompañado de leves fisuras sería intranscrito.

Pero, ¿en qué medida si no es desde la aparición de la vocal, se puede distinguir una consonante de otra? Sólo el emisor,  ante un receptor ciego, si se ciñera a la enumeración de las consonantes (¿podemos hablar de pronunciación?) llegaría a saber qué significante se ha dicho. Las consonantes son cierres de alguno de los órganos que constituyen la sonoridad. Tienen lugar en la medida una vocal las atraviesa o las preyecta. Si no, son fonemas sin ocupación, sin tiempo. En todo caso, sólo ocupan al cuerpo que los gesticula. Su absoluta anterioridad es perceptible después de la escucha de la vocal. En este sentido comparten la naturaleza de la unidad y del número  (de ahí que el término enumeración que hemos usado previamente tal vez no sea descabellado).

La literatura especulativa que se desarrolla en el interior de la tradición judía (de Abulafia a Freud, de Arnold Schönberg a Lacan, por citar algunos) hipotetiza una voz anterior al lo audible: una voz como inaudible5. El proyecto de Abulafia asume la radicalidad de lo mínimo en esta geografía. Su tecnología de encuentro con la voz anterior pretende alcanzar el mismo interior de la letra. La estancia en la que se produce la letra. El texto [el sendero], en cada paso del ejercicio de su tecnología, que se prolonga hasta una negatividad absoluta, se aniquila en todas sus variantes: no es más que un campo ilusorio que ha podido existir por la materialización vocálica, por el sonido que aparece en un tiempo horizontal. Cada ejercicio (separar, invertir, elidir, etc) parece realizarse bajo la sospecha de cualquier combinación de letras [de cualquier curso de camino] en búsqueda del nombre de dios. Su constante permutación y repetición están movidas por un deseo íntimo de borrado. Se busca vaciar la pronunciación extendiéndola. En la combinatoria de letras y vocales se percibe que toda multiplicación no es más que perdurar en el texto [en el sendero], que debe ser en último lugar, aniquilado. Se hace necesario entonces aislar la partícula mínima, la mínima unidad de la palabra, la mínima letra y agotarla también a ella. ¿Cómo agotar una letra? ¿Cómo agotar lo que no tiene ni sonido?

La tecnología empleada por Abulafia participa de un grupo de prácticas prolongadas (también previas a él) que podríamos denominar fonéticas de la destrucción. Son ejercicios de la misma materialidad del lenguaje que parecen aislarlo sobre sí: torsiones, cópulas, injerencias. Por ejemplo, el proyecto de James Joyce, que lee Lacan en su Seminario 23: Le Sinthome, hace resurgir a la letra dentro de la palabra del relato [del sendero]. Las letras toman la palabra; proliferan en la vertical atraídas o detraídas por una intensidad que se encuentra fuera del sentido. Esto inevitablemente afecta a la oración [al sendero] que se encuentra y se pierde, agujereado por la literalidad. Entendemos aquí literalidad a la elevación o agujereado del tejido de texto por la propia materialidad de la letra. Joyce implica un ejercicio absoluto de creación en cualquiera de sus traducciones. El vínculo entre la voz concreta que ha emitido un conjunto de sonidos, escritos ahora en línea [en un sendero], sobre la página, mantiene un tipo de resistencia indesplazable a otro idioma. Joyce no emplea sólo un idioma, sino las letras de forma aislada. Para que la palabra fuego sea fuego entre los dientes, las letras arden y hacen arder. La palabra fuego y la palabra fire solo comparten dos letras. Su distancia es infinita. La propia materialidad de la letra (por definición escindida de su referente) parece precipitarse hacia la materialidad de su referente. Como si un interior de la letra la moviese, la desbordase, la rebordase, la tensase. Como si la letra previa (sin límites, avocálica) autonomizase cada letra para producir una palabra otra (previa) a la anterior. El límite, sin embargo, de la palabra, en James Joyce, persiste: ésta se hunde y eleva en cada unidad de su interior. Una exterioridad del texto agrede la vertical de sus unidades.

Abulafia plantea una serie de ejercicios de pronunciación sistemática de cada letra por separado, demolida ya la palabra. Abandona cualquier ilusión de significado, abandona los cuerpos concretos a los que se puede referir cada palabra concreta y ciñe su acción de pronunciación extenuante hasta la letra. Expone la letra a la respiración, la expone a sí misma, la recorre hasta su fin. Lo que hay en él (y probablemente en cada uno de los inaudibles que producen el sonido de la letra, en cada una de las realizaciones de la letra que se extiende áfona en la vocal que la decede: podríamos conjeturar que la letra -la consonante- está en cada instante de la extenuación de la vocal pero como un insonido) es la letra buscada.

Bajo lo inaudible de la letra parece estar también el silencio de Wittgenstein, otra fonética de la destrucción. Lo entendemos aquí, no como un cese, sino como una producción, como una tecnología de producción de silencio. A su vez entendemos a este silencio en producción como un interior y no un exterior (al contrario de como lo parece contemplar el propio Wittgenstein) de la tecnología del lenguaje, del lenguaje. El silencio de Wittgenstein, afirmamos, no está fuera del lenguaje posible, sino dentro de él, como en Abulafia. El modo de aniquilación fonética que emplea disiente sin embargo del de este último: delimita lo posible y lo imposible de la dicción extenuando las condiciones lógicas de la misma. Wittgenstein, en su proyecto, no agota la letra; agota el relato [el sendero] en su totalidad. Más allá de este régimen exhausto de lógica [de caminos], se concluye en un borde tras el que sólo queda un inaudible. Este inaudible lo entendemos como una emisión de silencio del propio interior del lenguaje. La expresión emisión de silencio transgredería la normativa del Tractatus ; sería un uso inconveniente de la red de significado. Pero preferimos observar este silencio en el fin como una producción lingüística del mismo interior de la lógica extenuada que emite un río de silencio inerte y constante.

Considerar a la fotografía como una etapa, como una consecución, como una tecnología más entre las prácticas de la fonética de la destrucción es asumirla a la materialidad del lenguaje y alejarla de la óptica. El último trabajo publicado de Roland Barthes (antes de la muerte inesperada tras ser atropellado en el camino [relato] de regreso de una comida política) es La chambre claire (1980). No deja de ser inquietante que un semiólogo, dedicado a la exégesis del texto [del sendero], ocupase su madurez a un trabajo de óptica. De hecho, La chambre claire es un ensayo de escaso interés óptico; se percibe en él, sin embargo, la estructura de una discusión por la letra. Punktumy studim, enmudecimiento y narración, parecen describir modos de sonido; y en el primero de los términos, modos de destrucción del sonido, de agotamiento de la vocal, de remisión a la letra. No es de extrañar que entre sus textos póstumos se encuentre alguno como Le bruissement de la langue (1985): el susurro del lenguaje, otra ves el cálculo (piedra pequeña), obstáculo último de su materialidad.

Abulafia prolonga las vocales, las extiende, exterioriza las letras, borra con este exceso de exteriorización toda exterioridad. La fotografía, reducida a una tecnología de agotamiento de la vocal (a una tecnología propia de la materialidad del lenguaje), es un gesto análogo y contrario: es un exceso de clausura, es un cierre de la letra, el ejercicio de su silencio, la proyección de una vocal muda y sin duración. La letra que forma parte del relato [del sendero] se antecede. Su extensión se reduce a la nada de la letra, a la misma obstrucción. Del texto [del sendero] sólo quedan letras [fotografías], una letra [fotografías], después otra [fotografías], otra [fotografía] y otra [fotografía], ninguna palabra, solo letras ejercidas sobre sí mismas: un conjunto de letras ejercidas sobre sí mismas en un libro.

En cada una de las letras se pone en riesgo la oración. Podemos abandonarnos y quedar inmóviles ¿Qué frase, qué curso [, qué sendero] sobrevive a la fotografía?  

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